Porfavor, no junte peras con frutillas

Hubo un tiempo en el que todo se sintió de manera distinta, más profundo tal vez, más honesto, quizás. Hubo momentos dignos de ser recordados, otros, fácilmente olvidables. Conclusiones varias se vienen al momento de que la madurez se asoma, te toma de la mano y te convierte en un viejo sabio o en una persona con una suma considerable de cagazos. La mayoría deseamos estar dentro del primer grupo, en donde los errores te convirtieron en una mejor persona y no en la que se perdió entre tanta mierda.

En medio de tanto aire que huele a madurez y vejez prematura, la sensibilidad aparece como otro blanco fácil, la pérdida de ésta hacia ciertas cosas, ciertas personas, ciertos momentos. Ya no todo se vuelve parte de la remembranza (“remember”, you know), sino que simplemente se queda en la retina como la anécdota “chori”, pero, al fin y al cabo, pasa olvidada entre tanta telaraña de vivencias diarias.

El re-encantamiento con las pequeñas cosas, con todo aquello que parecía perdido u olvidado parece la solución provisoria a una herida de tajo abierto que sanó, dejó su marca imborrable, pero que simplemente te hizo perder la sensibilidad en toda el área alrededor de ella. Sabes que está ahí, la miras todas las mañanas, la tocas y se siente, pero su entorno no es más que piel muerta o en estado vegetal. Así son los recuerdos de antaño: dolorosos, imborrables y memorables.

La vida te exige ser menos sensible, dejar de sobrevalorar las cosas y tener altura de miras, o sea, ser todo lo frío posible o mejor dicho: hablarle a la mano. Pero cuando pierdes todo aquello ¿Qué más te queda? Los lindos recuerdos y el no vivir del pasado, como dijo mi estimada cantautora nacional Nicole, aunque más seguido me veo mirando desde la ventana de mi pieza el horizonte buscando ese “algo” que me traiga la chispa y la hormona quinceañera perdida entre tanto buscar que algo tenga relevancia.

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Santiago es de por sí una ciudad extraña, somos tan cambiantes como el clima, según la nube o el rayito de sol nos comportamos con el resto cual alienígenas o los tipos más amables del mundo.

Ha llegado el mes del año con más celebraciones de toda índole, si quiere expresar su rabia tiene las dos primeras semanas del mes, en donde si usted le agrada la Avenida Macul puede ir y corretear junto a muchos estudiantes más, detrás del guanaco que siempre estará atento para mojarlo (nada más rico que un chorrito de agua cuando empieza a hacer calor). Tiene el centro de Santiago el barrio por excelencia para tirar piedras y quejarse, si cree que el Transantiago es una mierda y piensa que el pase debiera pronto correr las 24 horas del día, vaya y tire piedras, hay muchos como usted que no están de acuerdo con las cosas. Pero dejándose de bromas, Septiembre es un conjunto hormonal de sensaciones, lo he notado en muchos lugares, la gente anda más amable, será el bono por las fiestas, será el tricolor que lo llena todo en cada poste/árbol de la ciudad, será el calor que comienza a desprendernos de las infernales camisetas de pantys (en mi caso particular) y nos hace sentirnos más libres o simplemente ese viento primaveral que corre por la tarde. La gente te tira la talla en las colas, los reponedores en los supermercados te buscan los productos sin siquiera preguntarles, el cliente es lo primero, el servicio de primer nivel, de pronto la cara de odio de todo el año se transforma en una amable sonrisa y la palabra entre dientes en un lindo piropo. Este sentimiento va viento en popa hasta mañana 11, la gente se comienza a preparar para buscar la velita, ese libro que en algún lugar dejé para momentos de aburrimiento, o la cámara lista para ver como arman barricadas los vecinos de la población conjunta. Este es el único día que la sonrisa se transforma en cara de pánico en algunos casos o en cara de que hay que salir corriendo de todos lados, porque como sea la cosa, el 11 no te puede pillar parado tomando micro a las 10 de la noche, pecado mortal si eres del lado sur de la ciudad. Lo bueno es que después de las cenizas y lo neumáticos quemados, viene el frenesí dieciochero, nadie pesca el trabajo ni menos los estudios, “La Peineta” se vuelve la canción nacional, “chicha de Curacaví” la justificación para entrar a alcohólicos anónimos, “Daniela” la canción del romance tricolor.

El 18 se ha vuelto mi celebración favorita del año, me gusta porque es honesta, todo el mundo asume que no es patriota pero que maravillosamente en 18 vuelve a creer que la cordillera puede ser blanca, el cielo azul y el pasto verde y no humo. Es tan sincera que la gente come lo que siempre quiso comer, nadie viene con la dieta ni con que es vegetariano, tomas hasta quedar botado, nadie se acuerda como te salió el cototo en la frente, todo lo contrario, la yayita se vuelve el mejor recuerdo anual del cumple de Chilito. El 18 debiera ser el 1 de Enero, es como el renacer de la vida misma en sí, vuelve el sol, queda poco para fin de año, aparece la primavera…tantas cosas lindas. Aparte ¿qué mejor que ir a encumbrar su tonto volantín arriba del techo de la casa?, ah, me encanta Septiembre.