Porfavor, no junte peras con frutillas

Hubo un tiempo en el que todo se sintió de manera distinta, más profundo tal vez, más honesto, quizás. Hubo momentos dignos de ser recordados, otros, fácilmente olvidables. Conclusiones varias se vienen al momento de que la madurez se asoma, te toma de la mano y te convierte en un viejo sabio o en una persona con una suma considerable de cagazos. La mayoría deseamos estar dentro del primer grupo, en donde los errores te convirtieron en una mejor persona y no en la que se perdió entre tanta mierda.

En medio de tanto aire que huele a madurez y vejez prematura, la sensibilidad aparece como otro blanco fácil, la pérdida de ésta hacia ciertas cosas, ciertas personas, ciertos momentos. Ya no todo se vuelve parte de la remembranza (“remember”, you know), sino que simplemente se queda en la retina como la anécdota “chori”, pero, al fin y al cabo, pasa olvidada entre tanta telaraña de vivencias diarias.

El re-encantamiento con las pequeñas cosas, con todo aquello que parecía perdido u olvidado parece la solución provisoria a una herida de tajo abierto que sanó, dejó su marca imborrable, pero que simplemente te hizo perder la sensibilidad en toda el área alrededor de ella. Sabes que está ahí, la miras todas las mañanas, la tocas y se siente, pero su entorno no es más que piel muerta o en estado vegetal. Así son los recuerdos de antaño: dolorosos, imborrables y memorables.

La vida te exige ser menos sensible, dejar de sobrevalorar las cosas y tener altura de miras, o sea, ser todo lo frío posible o mejor dicho: hablarle a la mano. Pero cuando pierdes todo aquello ¿Qué más te queda? Los lindos recuerdos y el no vivir del pasado, como dijo mi estimada cantautora nacional Nicole, aunque más seguido me veo mirando desde la ventana de mi pieza el horizonte buscando ese “algo” que me traiga la chispa y la hormona quinceañera perdida entre tanto buscar que algo tenga relevancia.